Por Mempo Giardinelli*.- Esta semana, uno de los diarios más influyentes del mundo, The New York Times, dedicó una larga nota a la tragedia --no hay otra palabra-- del río Paraná.
Todo lo que esta columna alertó
desde principios de este año tiene ahora una cierta resonancia mundial: ya no
es una cuestión local afirmar que estaba siendo abusado y dañado por los
intereses concentrados de una veintena de multinacionales, que maltrataron el
río durante un cuarto de siglo con dragados excesivos, y para colmo sin pagar
impuestos, sin pesar lo que llevaban y sólo haciendo declaraciones juradas a su
conveniencia, e incontroladas por el SENASA, la UIF y otros organismos
estatales.
Baste como ejemplo el abuso
denunciado por el diputado santafesino Carlos del Frade, extraordinario
luchador por este río, quien denunció que sólo las 15 compañías exportadoras
más importantes (la mayoría tienen puertos en la provincia de Santa Fe)
facturaron en 2020, y en total, 26.269 millones de dólares. Pero de semejante
volumen de exportaciones no le quedó nada, ni un centavo, al estado
santafesino.
En la nota del diario
norteamericano, firmada por Daniel Politi y con fotos sobrecogedoras, se dice
que "el caudal del Paraná, que se halla en su nivel más bajo desde la
década de 1940, ha trastornado los delicados ecosistemas de la vasta zona que
atraviesa Brasil, Argentina y Paraguay y ha dejado a decenas de comunidades con
dificultades para acceder a agua dulce". Un problema que en efecto ya se
nota, peligrosamente, en toda la cuenca: los ríos Paraguay, Pilcomayo y
Bermejo, importantes tributarios del Paraná desde su desembocadura en la chaqueña
Isla del Cerrito, vierten ahora menos de la mitad de agua que en tiempos
normales.
Para una región donde unos diez
millones de habitantes dependemos de estos ríos tanto para beber y usos
comunitarios como para generar energía o transportar productos agrícolas y años
atrás también industriales, la actual sequía del segundo río más grande de
Sudamérica y uno de los seis más importantes del mundo, también perjudica a las
empresas, al aumentar los costos de la energía y el transporte.
Casi todos los expertos afirman
que la deforestación en la Amazonia, junto con los patrones de lluvia alterados
por el calentamiento del planeta, contribuyen a la sequía. Lo que es muy grave
porque gran parte de la humedad que se convierte en la lluvia que alimenta los
afluentes del Paraná se origina en la selva amazónica, donde los árboles
liberan vapor de agua en un proceso que la ciencia llama “ríos voladores”.
Este gravísimo problema ya había
sido informado por el NYT a finales de 2020, cuando ese diario analizó el
estado del Pantanal, en el sureste brasileño, que es el humedal más rico de
América en fauna autóctona, uno de los lugares con mayor biodiversidad de la
Tierra, y que se conecta con el humedal de los esteros correntinos del Iberá y
un vasto sistema hídrico subterráneo. Pues ahora alrededor de una cuarta parte
del Pantanal (que es más grande que toda Grecia e incluye territorios de
Bolivia y Paraguay) ha sido quemado en incendios forestales, lo que también es
causa del cambio climático.
Como todos los humedales, tanto
el Pantanal como el Iberá están formados por innumerables pantanos, lagunas y
ríos afluentes que purifican el agua y sirven para prevenir inundaciones y
sequías. También almacenan cantidades incalculables de carbono, lo que ayuda a
estabilizar el clima. Pero ahora la deforestación desenfrenada ha interrumpido
los ciclos naturales de humedad, debilitando los grandes ríos y transformando
el paisaje.
Lucas Micheloud, de la Asociación
Argentina de Abogados Ambientalistas, ha declarado que “esto es mucho más que
un problema hidrológico”, y que "los frecuentes incendios están
convirtiendo los bosques tropicales, ricos en recursos, en sabanas".
Pero quizás la consecuencia más
grave de todas estas variaciones climáticas es que sobran indicadores de que la
sequía puede durar mucho tiempo. Aunque imprecisable, porque la generalizada
opinión de los expertos coincide en que el actual cambio climático ya está
impidiendo hacer predicciones precisas.
También son de temer las
durísimas consecuencias que se consideran inevitables e irreversibles: que
sequías como la actual se repitan en el futuro y provoquen cambios en el
ecosistema argentino que podrían ser irreversibles.
Lo cierto es que todo indica que
esta sequía puede llegar a ser muy larga, y devenir una constante que afectará
a gran parte de Sudamérica. De hecho ya viene siendo cada vez más frecuente,
más duradera y más intensa.
Y esa es la amenaza concreta,
especialmente para nuestro país, que en materia ambiental hay que reconocer que
está muy atrasado y --pareciera-- con las manos atadas. Al punto de que se
declaró una emergencia de seis meses en la región del río Paraná, debido a la
peor sequía de los últimos 77 años, pero fue sólo un documento.
Y es que es evidente que todavía las autoridades ambientales argentinas no reaccionan. Lo que no es de extrañar, ya que llevamos por lo menos dos años continuados de incendios intencionales en todas las islas y riberas del Delta y en las costas de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, y la piromanía forestal crece en lugar de atenuarse. El cálculo que algunos conocedores manejan es que ya se llevan perdidas entre uno y tres millones de hectáreas. Y encima en los pocos bosques que aún quedan en Salta, Chaco, Santiago del Estero y Formosa –lo ha escrito esta columna– ahora se anuncian proyectos industriales de durmientes de quebracho y maderas duras para reponer vías férreas, y con argumentos poco serios, insostenibles. La verdad sea dicha, y aunque duela: la Argentina no tiene política ambiental efectiva. Sarasa sobra, pero del urgente cuidado ecológico integral que le urge a esta nación, bien gracias.
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