El violento episodio que
protagonizó el actor Alfredo Casero en el programa de Luis Majul parece haber
operado un milagro laico. Algunos de los comunicadores que con más entusiasmo
enarbolan desde hace años discursos de odio (siempre en línea con los intereses
políticos y económicos de los medios para los que trabajan), verbalizaron la
necesidad de alguna autocrítica. Casero golpeó la mesa en el programa de La
Nación Más, el canal donde es invitado con regularidad para que despotrique
contra el peronismo. Al cómico le molestó una burla del conductor, pero estaba
irritado desde antes. Aunque sorprenda a muchos, el actor considera que esos
periodistas que lo convocan permanentemente están reblandecidos. En su enojo
los tocó en un lugar sensible: se enriquecen mientras la gente la pasa mal,
argumentó a los gritos. Casero expresó un discurso similar al de Milei y con el
mismo tono, en este caso, señalando a una supesta «casta» periodística.
El cimbronazo fue tan fuerte como
previsible. En términos políticos, los corrió por derecha cuando a la derecha
de ese grupo de colegas parecía que sólo estaba la pared. Las editoriales que
se expresan en algunos de los programas políticos de esa grilla no son muy
diferentes al discurso de Casero. Van al mismo público indignado, se dedican a
agitar a los mismos espectadores. Los unos y los otros se aprovechan de una
situación objetiva, en un país donde sobran los enojados. Pasan los años y cada
vez más argentinos entran en la frustración. Cada vez son más los que viven
peor. La vieja promesa de Raúl Alfonsín en 1983, «con la democracia se come, se
cura y se educa», se convirtió en una consigna vacía. La falta de empatía de un
amplio y transversal sector de la dirigencia política con el sufrimiento de
parte de la población está en la base del malestar popular y agita el peor de
los fantasmas: el rechazo al sistema a través de opciones autoritarias.
Los periodistas tenemos un gran
responsabilidad en la calidad del debate político. No se puede mirar para otro
lado cuando se expanden los insultos. Hace una década que insisto con una idea,
en Argentina la verdad –el insumo vital de nuestro oficio- dejó de ser
importante. Desde el conflicto entre las entidades del campo y el gobierno
kirchnerista en 2008, es más relevante que lo que cuento e informo afecte al
otro, «al enemigo» que si es cierto. Nunca antes, medios y periodistas
participaron tan abiertamente de la pelea política. Nunca como ahora la mala
praxis se justificó en nombre de la libertad de expresión.
Hace más de 30 años el escritor y
periodistas Tomás Eloy Martínez escribió: «El único patrimonio del periodista
es su buen nombre. Cada vez que se firma un artículo insuficiente o infiel a la
propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo». No existía
internet y los diarios tenían un peso fundamental en la opinión pública. Ningún
periodista, deliberadamente, querría hacer las cosas mal. Sería su condena. Nadie
lo vería, nadie lo escucharía, nadie lo leería. Sin embargo, en la actualidad
sobran los ejemplos de periodistas que modelan la realidad según su perspectiva
ideológica o los mandatos de los dueños del medio o acomodan su trabajo en
función de los beneficios económicos personales que otorga el poder político o
los grandes anunciantes. Hay periodistas que se hicieron millonarios en los
últimos años bajo esta lógica. Y aun trabajando de esa manera, lejos de
cosechar repudio entre el público, logran captar parte de esa audiencia
indignada y validar sus productos con nuevos contratos. Algunos llevan años en
horarios centrales de la televisión. Eso que, para el autor de Santa Evita,
llevaba al descrédito en la actualidad puede convertirse en un pasaje al buen rating
y al éxito. Esa deformación que creció al calor de la llamada grieta, se
consolidó tan fuertemente que no faltan los jóvenes que se acercan a estudiar
periodismo para ser famosos o ganar plata sin importar la manera en la que
puedan lograr esos objetivos.
De los que convirtieron esta
profesión en una suerte de parodia estandapera no se puede esperar demasiado,
aunque el estallido de Casero los haya impulsado a reflexionar un rato. El
negocio funciona, es difícil que se detenga. La pregunta es por qué las
actitudes y comportamientos que hace dos o tres décadas hubiesen cosechado
rechazos de lectores, oyentes y televidentes, ahora son celebradas. Para
entenderlo hay que bucear, entre otras cuestiones, en los cambios tecnológicos.
La multiplicación de medios y la aparición de las redes sociales, hizo que los
mensajes ya no busquen captar audiencias amplias sino consolidar segmentos más
pequeños, pero fieles. En los tiempos de la posverdad, a la hora de informar
los medios apuestan a confirmar los prejuicios. Saben que un porcentaje
relevante de los consumidores de información se mueve como lo hacen los
fanáticos en el fútbol. Quieren que su equipo gane y solo se permiten ver y
escuchar lo que esté en línea con lo que desean. Un fanático suele negar lo evidente.
Por esa razón, a la hora de publicar una información, para muchos editores pasó
a segundo plano que una noticia esté validada. Es más significativo el impacto
que pueda provocar y si ese impacto coincide tanto con las necesidades
políticas del medio como con la expectativa del público-hinchada que consume el
mensaje. En este proceso de conformar al receptor de cualquier manera degrada
los productos periodísticos y potencia los discursos radicalizados.
Ojalá Alfredo Casero se hubiese
rebelado contra los mensajes masticados y destinados a conformar al
público-hinchada y a los poderosos de turno. Se enojó porque los periodistas
que lo invitan habitualmente no son más duros con el sector político al que
detesta. Piensa que no lo hacen porque les va bien mientras «la gente» sufre.
Una semana antes, Susana Giménez, una de las personas más populares del país,
llamó a una insurrección popular. Antes se quejó porque «este es el único país
donde ser rico está mal». La escuchaba Baby Echecopar, que intentó moderarla.
Él también fue corrido por derecha. Toda una proeza. Y hago aquí una
aclaración, no es cuestión de ideología. Derecha o izquierda, conservadores o
progres, peronistas o Pro. Tener un determinado posicionamiento político no
implica hacer mal nuestro trabajo.
Casero recibió un considerable
apoyo en las redes. El concepto «todo es una mierda» (menos nosotros) tiene
amplia repercusión. Para los odiadores quien no dice: «Cristina chorra», es
sospechoso de kirchnerista y quien no dice: «Macri basura, vos sos la
dictadura», es acusado de macrista. Para esta legión de cruzados, hay cómplices
de uno u otro lado. «Están todos ensobrados», dicen -aunque no aporten datos
concretos- y se merecen los peores castigos.
Más allá de los mensajes
violentos que, por fortuna, todavía son minoritarios en la sociedad, lo que
pretendo es cuestionar en estas líneas la idea de que todos los periodistas son
lo mismo. La mayoría de los trabajadores de los medios siguen apostando a otra
manera de comunicar. Desafiando a la hinchada, invitando a pensar, apegados a
la verdad de los hechos, aunque esto afecte a quienes estén cerca de sus
preferencias políticas. Muchos, además, desarrollando su tarea en condiciones
precarizadas u obligados a trabajar en dos o tres medios para poder redondear
un ingreso digno, resistiendo a las presiones, apostando a la calidad. Como
quería Tomás Eloy Martínez, protegiendo el único patrimonio: su buen nombre.
*Periodista, escritor, cazador de historias… bloguero exclusivo de Periodismo.com. / Twitter: @Sietecase