Seguimos aprendiendo del pueblo y de tantas correcciones fraternas que seguiremos necesitando, sin ser esclavos de ningún fariseísmo de gente que vive condenando al que no le gusta.
Hace 18 años, estando yo de cura en Santa Elisa, cuando llamé a Bergoglio y
le conté la idea de armar una Carpa Misionera en Plaza Constitución, me alentó
y me dijo: "Dale para adelante". Y agregó: "Está bien, hay que
hacer quilombo; porque la Iglesia no está para controlar nada. Se trata de ir a
donde está la gente y acompañar...". Me hizo bien esa consigna. Me acordé
de esto en la misa del viernes pasado en Constitución.
Estando desde hace tiempo en la villa 21, yo celebro promedio dos misas
diarias los días de semana y cuatro o cinco cada domingo, a veces más.
Casi siempre en el barrio, gozando de la religiosidad de nuestros vecinos
mayormente provenientes de Paraguay, con una fe muy ligadas a la vida
cotidiana, generalmente alejada de cualquier politización. Misas con un
lenguaje y clima bastante circunscripto a lo explícitamente religioso, acorde a
la idiosincrasia y las tradiciones del lugar. Muchísimas de estas misas
terminan con algo de comida para compartir, afianzándose la unidad y la
fraternidad cristiana, propia de los barrios populares.
Muy pero muy cada tanto, me toca misa en algún lugar público, sea por el
espacio o por la población concurrente.
Uno de esos casos fue este viernes 14 de junio al cumplirse 47 años del
secuestro, desaparición y muerte de Mauricio Silva, hermano y cura barrendero
que se había comprometido con la dignidad de sus compañeros trabajadores. La
Parroquia grande frente a Plaza Constitución se llenó de trabajadores
barrenderos, vecinos de barrios populares y antiguos e ignotos militantes. Hace
más de 15 años venimos haciendo esta Misa anual, a veces en la Plaza, otras en
la Estación y en el sindicato, casi siempre con la presencia de un obispo de
Buenos Aires y siempre terminando con un guiso preparado por trabajadores de la
economía popular.
Como todos los años, fue bastante emotiva y religiosa. Esta vez, como pasó
en la cancha de Argentinos Juniors pocos días atrás y en más de un vagón de
subte y de tren, por iniciativa de una viejita ochentosa, luego de la comunión,
espontáneamente surgió el canto del ya archiconocido -en poco tiempo mileísta-
estribillo de "la patria no se vende", con la incorporación de los
más de doscientos rudos barrenderos entusiasmados y felices de expresarse.
El clima era de unidad y no de división, de descarga y no de agresión, con
total respeto al lugar religioso.
Cantaban lo que sentían. No estaba preparado, pero fue hermoso, como es
hermoso cantar en guaraní todos los domingos en Caacupé o cantar "alabado
sea el Santísimo Sacramento" todos de rodillas los primeros viernes de mes
con la Iglesia llena.
Volviendo a Constitución, es lindo y bueno para la Iglesia estar en lugares
donde no somos plenamente locales. Si bien estábamos en una Parroquia, el
público general no era de instituciones eclesiásticas. Eran de un gremio, de
algunas organizaciones sociales y hasta de algunos nostálgicos militantes, pero
todos con participación cordial y entusiasta. No nos pasa siempre, pero cuando
ocurre recordamos que Jesús frecuentaba lugares públicos y no siempre era
"el que manda". En mis casi 33 años de cura, siempre me hizo bien
frecuentar la escuela pública, las plazas, las casas. Es bueno estar en lugares
donde no somos tan locales.
En este caso, hasta era casi gracioso experimentar la unidad que se generó
entre mujeres mayores y progresistas de la comunidad de Foucauld, hombres de la
CGT y varios más que celebraban ser una Iglesia que une la fe y la vida sin
ningún tipo de odio.
Seguimos aprendiendo del pueblo y de tantas correcciones fraternas que
seguiremos necesitando, sin ser esclavos de ningún fariseísmo de gente que vive
condenando al que no le gusta.
Soy feliz de ser de la Iglesia que sigue al Jesús de las multitudes y no de
un "pequeño grupo" prolijito.
Gracias a Bergoglio y a todos los que nos enseñaron este modo de ser Iglesia.
*El padre Lorenzo “Toto” de Vedia está hace más de 20 años como sacerdote en la Parroquia de los Milagros de Caacupé en la Villa 21-24 del barrio porteño de Barracas