Argentina es un país raro. Lamentablemente la afirmación no constituye una novedad. El premio Nobel de Economía Simon Kuznets lo explicó a su manera: “Hay cuatro clases de países: desarrollados, en vías de desarrollo, Japón y Argentina”. Planteaba que el país insular había partido en la mitad del siglo pasado de una derrota en la Segunda Guerra Mundial, donde recibió dos bombas atómicas, y en una situación catastrófica y se había convertido en una potencia mundial. En cambio, Argentina es su opuesto: de una posición privilegiada por su potencialidad, había llegado a una situación de deterioro económico y social. Argentina es un país raro, pero no sólo por ser un territorio que cuenta con grandes recursos naturales y al que le va mal –en este momento del mundo aquí abundan las materias primas y el combustible que escasean- sino también por su nivel de canibalismo político.
Esta semana ante la disparada del
dólar ilegal, la incertidumbre generalizada, el aumento de precios, la falta de
productos, las complicaciones para importar insumos; más la presión cruzada de
los que menos tienen y las movidas especulativas de los que tienen más, hizo
que en el gobierno se planteara hablar con la oposición. Y esa es otra señal de
la rareza de nuestra identidad nacional. Hablar en Argentina es sinónimo de
ceder o es considerado una muestra de debilidad.
La idea fue verbalizada públicamente por el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, quien dijo el martes pasado: “hoy necesitamos ayuda, también de nuestra oposición”. Otros funcionarios kirchneristas del gabinete lo deslizaron en off. Toda una novedad, el gobernador es uno de los dirigentes que con más vehemencia fustiga a sus opositores cada vez que tiene oportunidad. Y el kirchnerismo en general, es el sector de la coalición más reacio a negociar con otras fuerzas.
Algo que se replica en el
interior de la coalición, la convivencia de las distintas fuerzas que integran
el Frente de Todos en estos años fue espantosa, plagada de operaciones de
desestabilización y pases de factura públicos. El presidente Alberto Fernández
y su vice Cristina Kirchner estuvieron siete meses sin hablar. Sólo la crisis
provocada por la renuncia del Ministro de Economía, Martín Guzmán, forzada por
la vice, los llevó a reunirse para hablar. Y aún así, la vice presidenta no
avaló públicamente a la nueva ministra Silvina Batakis. Y algunos de los
dirigentes que la referencian como líder indiscutida no cesaron sus ataques
hacia Fernández.
Se entiende entonces que la
oposición desconfíe. Algunos con argumentos muy razonables, otros sólo por su
alto anti peronismo en sangre. Lo cierto es que Alberto Fernández tuvo su mejor
momento de imagen y popularidad cuando convocó a sus opositores para enfrentar
juntos la pandemia del covid. Aquella foto del primer mandatario flanqueado por
Kicillof, Horacio Rodríguez Larreta, Omar Perotti y Gerardo Morales, en la
Quinta de Olivos provoca nostalgia. Esa imagen revelaba que se podía trabajar
en conjunto frente a un problema que afectaba a todos y que eso no implicaba
ninguna concesión política ni ideológica. Fue el propio presidente el
responsable de abortar esa posibilidad.
Por aquellos meses, incluso, se
habló de un gran acuerdo nacional al que nunca se convocó. Con el correr de los
meses, el gobierno no sólo terminó profundizando las diferencias con los
opositores, sino que se enredó en una guerra interna insensata e irresponsable,
donde los dos compañeros de fórmula tienen idéntica responsabilidad. Allí se
puede rastrear el germen de la crisis actual que es económica pero también
política.
Los grandes medios de
comunicación hicieron su aporte al envenenamiento de los discursos públicos en
una suerte de vale todo. Insultar, hacer recortes para demostrar falacias,
publicar fake news, manipular datos o mentir descaradamente, se convirtió en el
menú habitual de los envíos periodísticos para alegría del público abonado a la
grieta. Que, como bien definió Carlos Rottemberg, sigue siendo un gran negocio.
Con todo, no hay duda de que la
responsabilidad mayor la tiene la política. Y dentro de la política, los que
gobiernan. Ahora vuelve a hablarse de diálogo como si fuese algo excepcional.
Hablar no implica conceder, es parte esencial de la actividad política. Hay que
sacar al país de la lógica futbolera, donde al otro hay que destruirlo,
borrarlo del mapa. Romper con esa manera de hacer política pensando que lo
mejor que le puede pasar a la oposición es que al gobierno le vaya mal en lugar
de plantearse como alternativa. Es notable que no se termine de comprender que
cuando a un gobierno le va mal, el costo lo pagan los sectores más
desprotegidos. En la historia reciente sobran los ejemplos.
Es sabido que no hay soluciones mágicas para problemas graves. Bajar la inflación, reducir la pobreza y la indigencia, resolver el dilema de la economía bimonetaria y el endeudamiento, demandará tiempo. Urge dejar fuera de la legítima batalla electoral cuatro o cinco temas que potencien el desarrollo productivo del país y permitan construir una sociedad más justa. No hay manera de pensar el país a largo plazo sin establecer algunos consensos básicos. Y para eso hay que hablar antes de que sea demasiado tarde.
*Periodista, escritor, cazador de historias… Así es Reynaldo Sietecase, bloguero exclusivo de Periodismo.com. Twitter: @Sietecase