La Cirila y Charata eran la pareja de crotos del pueblo. Inseparables,
tenían cuatro o cinco criterios de vida: no hablar más que entre ellos, estar
siempre vestidos con la misma ropa, subestimar las partes que crecen y se
acumulan (como cabellos, uñas, barba, bigote y mugre).
Eran dos supremacistas: nunca los vi apartarse de ese ejercicio enajenado
de asirse a sus conductas individuales, como elección para enfrentar la vida.
Lo hacían de una manera básica, atonal, ausente respecto del tiempo, del que
sólo esperaban que transcurriera. Dos supremacistas en la búsqueda del fracaso
espléndido, el grado cero de la libertad.
No se la hicimos fácil cuando llegaron. Alguien de nuestro grupo –creo que
fue Carlitos, “la piel de Judas” según mi nonna–, logró engarzar un alfiler de
gancho a una de las presillas traseras del pantalón de Charata.
Mientras duró, le dimos a ese alfiler de gancho varias vidas sucesivas.
Comenzamos con el tradicional hilo de cáñamo, al que adosamos 10 o 15 latas,
dispositivo que producía un verdadero escándalo al ser arrastrado sobre las
veredas de baldosas acanaladas. El par de días que duró en su sitio no produjeron
ni en Charata ni en la Cirila la más mínima reacción. Eran dos vigías sentados
de espaldas al espectáculo del mundo.
No conozco la razón por la cual después de cierto tiempo esos apéndices se
desprendían, dejando incólume al alfiler de gancho. Barajamos una decena de
hipótesis; incluso un amigo pretendió insinuar que el cordón era de mala
calidad. Yo lo había decomisado de una bobina estoqueada en el taller de un
tío, que adoraba ese material. Todavía lo escucho: “… esto nunca te va a dejar
a gambas, pibe”, atribuyéndole propiedades que nunca acerté a descubrir.
La pareja de crotos recibía alimentos de los gringos, comida que jamás
agradecían. Se quedaban parados, inmemoriales, mirando al benefactor con ojos
impávidos, en cuyo fondo reposaba un fulgor atenuado de gratitud. Era su modo
del respeto.
La Cirila era rubia, y por entre el maquillaje de tierra reseca brotaban
dos haces luminosos de locura verde, como plantas del corazón de la tierra
misionera, de donde se decía que ella venía. Charata, de edad tan improbable
como la de ella, miraba como si en lugar de haber nacido, siempre hubiera
estado, con lo que ambos creaban un clima de presente sostenido. Eran sólo lo
que habían olvidado.
Los labriegos y sus mujeres hacendosas se incomodaban un poco frente a
ellos, porque ya se sabe que hablar es ponerse una máscara y como no tenemos el
hábito de andar desnudos, tampoco tenemos el de prescindir de máscara. Pero
como los incómodos tampoco eran de hablar mucho, se fueron acostumbrando y al
poco tiempo empezaron a decir que no le hacían mal a nadie con aquellos
hábitos, escarpados e inaccesibles.
No era fácil emboscarlos, porque no tenían itinerario; eran sibaritas de lo
transitorio. Una tarde, los estábamos esperando en el patio de la casa de
Dante, por si las moscas, y los vimos venir, con el habitual consorcio de
pájaros que se agitaba alrededor de sus cabezas. Previamente, habíamos
capturado un gato colorado de pelo corto, cachorro y callejero, al que costaba
tenerlo quieto, porque era muy camorrista. Lo habíamos atado pasando el hilo de
cáñamo por debajo de las patas delanteras, rodeándole el pecho, con la proa
enfilada mentalmente hacia el alfiler de Charata.
Cuando pasaron el portón, Carlitos salió disparado llevando al animalito
por el pellejo del cuello, y lo unció. ¡Fue una cosa digna de verse! El gato
desplegó una serie de saltos diabólicos, empezó a gritar como si estuviera
poseído, a dejarse arrastrar mientras mordía el hilo, una verdadera criatura
del infierno.
Aunque algo tonta: siempre tiraba en contra de la marcha de Charata, cuando
un animal más pillo se le hubiese encaramado en la espalda, para obligarlo a
darle la libertad. Porque Charata, con esa charanga alborotando atrás, no se
dignó a darse vuelta. Parecían la Cirila y Charata, actuando de ellos mismos.
Mi nonna pretendía algunas noches asustarme con la Cirila, que por alguna
razón juzgaba más temible que Charata, porque yo me negaba a dormir. Pero en
aquel grupo de pibes, ninguno se asustaba con nada, ni siquiera con los
corredores oscuros, donde nos internábamos hacia la médula de nosotros mismos,
que es donde vive lo que más se teme, que es lo que no se conoce. Éramos unos
desharrapados que no nos asustábamos, pero que a veces jugábamos a asustarnos.
Era difícil asociar con el pavor a aquella mujer de cabellos pegados al cráneo
y mirada incandescente.
Cuando volví, en diciembre, me crucé con una novedad: Carranza. Nunca supe
si se apellidaba de verdad así, ni si tenía nombre propio. Era un pibe más o
menos de nuestra edad, pero pequeño, escaso y de movimientos fulminantes. Había
llegado hacía un par de meses y tenía una manera muy extraña de caminar: daba
diez o quince pasos, se acuclillaba ligeramente, y movía la cabeza, que
obedecía a dos ojos siempre vigorosos. Luego retomaba la marcha. Cuando yo llegué,
estaba en pleno cortejo a la Cirila y Charata, a quienes se parecía en algunas
cosas esenciales.
Conozco lo suficiente la teoría de Freud sobre los recuerdos encubridores,
pero cuando pienso en aquellos años, me parece estar viéndolo a Carranza apenas
agachado, con un remolino del viento joven que caía de los tilos, dentro del
que giraban murciélagos asechando insectos, una mariposa monarca adiestrándose
para migrar, flores disecadas del tiempo de ñaupa. Hasta que un día, se los
tragó la tierra a los tres.
Hubo mil versiones: que los habían visto en Moisesville, que ambos solían
hacer lo mismo en cualquier lugar al que iban. Nos entraban por un oído y nos
salían por el otro.
Excepto la inquietante certeza de una vecina, quien nunca dejó de asegurar
que la Cirila se lo había comido “enterito” a Carranza, cosa que mi nonna
aprovechó de inmediato para continuar con la intimidación, que hubiera debido
proveerme de un sueño placentero.
* Rafael Antonio Bielsa es abogado constitucionalista, diplomático, político, escritor y poeta argentino. Fue ministro de Relaciones Exteriores de la Nación desde el 25 de mayo de 2003, cuando asumió el presidente Néstor Kirchner, hasta diciembre de 2005, fecha en la que asumió una banca de diputado de la Nación.