La Policía Bonaerense jugó un papel importante para la ejecución y el encubrimiento del crimen. El jefe de la comisaría de Pinamar fue condenado por su participación en el hecho.
El asesinato del reportero
gráfico José Luis Cabezas fue un crimen brutal fríamente planeado y ejecutado
por profesionales, que encierra varios metamensajes a la vez y poco tiene que
ver con los presuntos desbordes y torpezas de lúmpenes y buchones que
enmarañaron las cincuenta mil fojas del expediente hasta tornarlo imposible.
El modo en que fue secuestrado,
en el territorio con mayor densidad de custodios por metro cuadrado del país y
sorteando el enorme dispositivo policial de control de rutas, usual en la zona
para esa época de la temporada, evoca las áreas liberadas que se emplearon
durante la última dictadura.
El incendio del auto dentro de
una zanja cavada no mucho antes por la Municipalidad de Pinamar, en el partido
de General Madariaga, hacia donde la víctima fue conducida sin dilaciones,
revela un conocimiento del terreno y un dominio de la situación que no hace
pensar en delincuentes privados o al por menor.
De hecho, el comisario de
Pinamar, Alberto Pedro “la Liebre” Gómez (primo hermano de Mario “el Chorizo”
Rodríguez, un duro entre los duros, candidato a quedar a cargo en esos tiempos
de la organización policial), fue condenado el 23 de diciembre de 2002 a la
pena de prisión perpetua. Estuvo acusado por no enviar efectivos policiales a
la casa de Oscar Andreani cuando sus custodios advirtieron a la comisaría que
unos sospechosos merodeaban el lugar, por la participación de sus subalternos
Cammarata y Luna en el crimen y por las declaraciones del casero Omar Pereda,
quien cuidaba su propiedad en General Belgrano, que señaló que el comisario
recibía visitas de Gregorio Ríos, de su hermano Jorge Ríos y de Carlos “Coco”
Mouriño, mano derecha de Yabrán. También tenía frecuentes entrecruzamientos
telefónicos con el magnate telepostal.
La autonomía del juez José Luis
Macchi estuvo sometida desde el principio a las presiones encontradas de la
Casa Rosada y de la gobernación de La Plata. Menem y Duhalde, enfrascados en
una dura contienda por la presidencia y la jefatura del justicialismo, operaron
abiertamente en distintos tramos de la instrucción, buscando réditos políticos
o tratando de evitar que ciertas revelaciones inoportunas les estallaran en el
despacho. Menem lo hizo de manera indirecta, a través de operadores, como el
ministro del Interior, Carlos Corach, o el jefe de Gabinete, Jorge Rodríguez;
Duhalde, abiertamente, se veía con el juez y los testigos y ofrecía gruesas
recompensas.
El juez Macchi demoró veinte
horas en llegar desde Dolores hasta la cava. Tiempo más que suficiente para que
los “patas negras” pisotearan convenientemente el lugar y llevaran a cabo sus
tareas de encubrimiento. Las cosas no mejoraron cuando él llegó: el cadáver fue
sacado del auto sin tomar elementales recaudos y aguardó horas sin custodia, en
espera de la autopsia; el Ford Fiesta fue arrastrado por una grúa a la
comisaría de General Madariaga; del lugar del hecho fueron sustraídas pruebas
importantes, y, por si fuera poco, la primera autopsia concluyó que le habían
pegado un solo tiro, confundió el orificio de entrada con el de salida, erró la
trayectoria y descartó que hubiera sido torturado. La segunda autopsia revelaría
que los balazos fueron dos, que se los habían pegado por atrás y que había sido
brutalmente golpeado.
Las primeras declaraciones de Los
Horneros, una banda de robacasas arriada a la costa por el policía Gustavo
Prellezo desde el barrio Los Hornos de La Plata, habrían sido diseñadas sobre
la base de la primera necropsia. Nunca se supo quién le pagó los honorarios al
costoso defensor de la banda, el abogado Fernando Burlando, cuya única
preocupación, para algunos, era inculpar a sus representados.
PATAS NEGRAS
En aquellas primeras horas
convivieron, no sin disputas y competencias, tres clases de policías: los de
Madariaga y Pinamar, que tenían a su cargo la instrucción, bajo el mando del
comisario Carlos Rossi; el grupo de investigadores que conducía el comisario
Víctor Fogelman, y los hombres de las direcciones de Inteligencia y de Asuntos
Internos, que debían controlar a sus propios colegas.
El 25 de enero, cuando llegó a la
cava, Fogelman le preguntó a uno de los oficiales de Inteligencia: “Y, ¿cómo la
ves?”. “Fuimos nosotros, jefe”, respondió el oficial Marco Di Julio, observando
el cadáver esposado y carbonizado. El uso de las esposas para inmovilizar a
Cabezas es sugerente acerca de la profesión de los autores. Además de ofrecer
recompensas e impulsar la “ley del arrepentido”, el gobernador Duhalde dotó a
Fogelman de generosos recursos: el “búnker” de Castelli funcionó durante el año
97 con cincuenta detectives y 50 mil dólares mensuales para gastos operativos.
En el 98 hubo treinta investigadores y 35 mil dólares por mes. Si se le suma el
viaje de Macchi y su comitiva a Londres, para ver si el arma era el arma y la
bala era la bala, el gasto ascendería al millón de dólares.
Asuntos Internos confirmó las
graves irregularidades del sumario, y dos semanas después del crimen relevó a
los doce policías que realizaban la instrucción, comenzando por su jefe, el
comisario inspector Carlos Rossi. También el oficial principal, Juan Carlos
Salvá, jefe de la Sub-brigada de la Costa, que era ahijado y protegido del jefe
de la Maldita Policía, Pedro Klodczyk, quien había creado esa dependencia para
él. Asuntos Internos de la Bonaerense lo investigaba por su extraordinaria
capacidad empresarial: con un sueldo de ochocientos cincuenta pesos mensuales,
Salvá era dueño de una disco, dos bares, un cabaré, una lujosa casa en el
barrio Parque Golf y de la agencia de seguridad Wolf Service, de Santa
Teresita. Junto a Salvá estaban el oficial inspector José Luis Dorgan y el
antiguo médico policial de La Matanza, Rodolfo Distéfano. Los tres salían a
cazar en la estancia La Borrascosa, a escasos tres kilómetros de la cava. Salvá
y Dorgan eran los segundos de Rossi en la instrucción del sumario por el
asesinato del fotógrafo. Cuando Rossi fue reemplazado por el comisario Jorge
David Gómez Pombo, las cosas no mejoraron mucho. Se habían perdido pruebas y
tiempo.
El martes 28 de enero de 1997, el
periodista Raúl “Tuny” Kollmann publicó en Página/12 una nota en la que
revelaba la existencia de una “gigantesca organización delictiva, de carácter
mafioso”, conducida por policías que habían reclutado “en Quilmes, Florencio
Varela y La Plata a confidentes y delincuentes comunes, para trasladarse a la
costa y conformar la banda”. El operativo de inteligencia sobre los enviados de
Noticias en Pinamar estuvo en marcha desde los primeros días de diciembre,
antes de que llegaran ese verano.
La complicidad policial en la organización, logística y ejecución del crimen de José Luis Cabezas es a esta altura una realidad incontrastable. Un empresario poderoso, poder político y mafia policial. ¿Qué podía salir mal?
* Caras y Caretas.